A esa hora del mediodía la calle era un caos. Todos, por diferentes razones, la transitaban apurados. Se esquivaban, frenaban, se chocaban. Y desde la esquina de aquella calle avanzaba una mujer; de esas que sus congéneres la consideran linda y los hombres, una amiga. Por el extremo opuesto, y en la misma vereda, se acercaba un hombre, de mediana edad, gris, apagado, solitario. Nunca se hubiesen mirado, ni luego casado, ni tenido hijos si el niño alado, que estaba a mitad de trayecto, en la acera de enfrente, con arco y flecha en las manos, no hubiese errado.
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